sábado, 22 de enero de 2011



VUELTA DE VACACIONES



Querido A.:

Acabo de llegar a casa después de unas cortas, pero intensas, vacaciones en Madrid. Te agradezco sinceramente que me hubieras ido a buscar a Barajas, madrugón incluido. Me ahorraste un calvario de equilibrios con el equipaje que llevaba, más parecido al baúl de la Piquer que al de un joven viajero del siglo XXI (o así).

Digo que acabo de llegar a casa y digo bien. Mi casa está en Nueva York y Nueva York es mi casa. Como sabes, yo me siento de donde trabajo. Dirás que es muy fácil sentirse neoyorquino, que si no podría haber elegido otra ciudad más, digamos, normal, pero te recuerdo que también adoptaba la misma actitud cuando vivía en otros sitios: en Figueras, incluso con la barrera del idioma, me sentía ampurdanés (hasta me eché una novia local…) y “huesqueta” cuando vivía en Huesca. No sé si podría decirte lo mismo de Kabul, porque las circunstancias no eran las mismas y tampoco era cuestión de disfrazarse de muyahideen, con el shalwar kameez, el pañuelo y el gorrillo panshiri. Pero intentaba mezclarme con la gente y ver el mundo con los mismos ojos que ellos.

Nueva York, como te digo, no es una excepción. No te voy a negar que, para el recién llegado, esta es una ciudad hostil. Nada es fácil aquí. Cada uno mira (más) por su propio interés y no existen almas cándidas dispuestas a echar una mano samaritana a quien da los primeros pasos en la capital del mundo. Y a mí me pasó lo que a muchos: sin conocer a nadie, sin nadie que se ofreciera de guía (y no turístico, precisamente), el legionario concepto de “buscarse la vida” tomó un sentido que ya tenía casi olvidado (y digo “casi” porque funcionó, y vaya si funcionó). Es divertido hacer las cosas por uno mismo, sin esperar ni contar con la ayuda de nadie, pero también es cruel. De súbito, a estas alturas de película, uno descubre virtudes y miserias que creía ya no iban a aflorar jamás o que estaban enterradas para siempre: el instinto de supervivencia, la intransigencia del cascarrabias, la tozudez, el empeño, la voluntad, la paciencia, la mala uva, la ironía y el sarcasmo, la pasión y la medida...

Un buen día, caí en la cuenta de que mi vida aquí ya estaba en marcha: mi casa, mis muebles, mi tarjeta de crédito, los primeros amigos, la primera ronda de golf. Decidí que ya era el momento de trazar el siguiente círculo concéntrico y ampliar horizontes. Seguía sin esperar nada de nadie, pero me sentía autosuficiente y, de nuevo, seguro de mí mismo, con ganas de comerle la merienda al primero que se descuidara. Y pensé que ya era hora de ser uno más de ellos, de sentirme neoyorquino.

Lo primero que hice fue hacerme socio del Metropolitan Museum of Art, el Met. Sólo el Prado y el Louvre son comparables con el Met y, aun así, hay quien los pone por detrás. Como sabes, el precio de la entrada es la castiza, aquí también, voluntad. Ser socio ofrece la posibilidad de participar en muchísimas actividades y, como lo llaman ellos, “eventos”. Te confieso que aprovecho mi cuota mucho menos de lo que debiera, pero todo se andará.

Luego comencé a hacer un estudio de dónde se servían los mejores “brunch”, ya sabes, ese desayuno tardío o comida temprana que se toma por aquí los sábados, domingos y fiestas de guardar. Todavía me faltan muchos sitios que probar, pero no puedo resistirme a repetir en el “BB King” los sábados: los músicos del musical de Broadway “Rain”, sobre la vida de los Beatles, tocan en directo las mismas canciones que en el propio escenario. No, no he ido al “Balthazar” ni al “Pastis”, que sólo son famosos porque salen en “Sexo en Nueva York”, pero tendré que ir, ¡qué remedio!

Me convencí también de que vender el coche antes de venir fue la mejor decisión que pude haber tomado. En Nueva York no hace falta coche, es más, diría que está contraindicado. El transporte público es eficiente, seguro y rápido… menos si te subes a un taxi. Los taxis, a diferencia del metro y el autobús, son sucios y malolientes y una carrera es como formar parte del reparto de extras de cualquier película de Indiana Jones. No obstante, me he sacado el carnet de conducir, por si acaso. También me podía haber sacado el carnet de no conductor, que se saca la gente que no conduce para tener una identificación (ya sabes que aquí no hay nada que se parezca al DNI y toda identificación se hace con el carnet de conducir), pero no me resultaba muy práctico, la verdad.

Hice de Central Park mi lugar fetiche. El parque (como le llaman aquí) es espectacular, como uno de esos cromos de los años cuarenta, coloreados artesanalmente. La intensidad de los matices, la profundidad de los olores, el sol radiante y amable... No olvidaré nunca el primer domingo que pasé allí, a la sombra de un arce, dormitando mientras escuchaba a una banda amateur tocando “dixie” sólo para mí. Ciertamente, me sentía muy cerca del cielo.

Por supuesto, me falta mucho para ser un neoyorquino de verdad. Es más, creo que no llegaré nunca a serlo. No conozco sus códigos de conducta, tengo dificultades para entender el acento local, el béisbol me aburre y me resisto a comprar en los “delis”, esos colmados regentados por indios (de la India y de América). Pero poco a poco, día a día, sin prisa pero con ansia, voy conociendo algo nuevo. Es la magia de esta ciudad: nunca repite, siempre hay algo distinto que descubrir. Me apetece que vengas algún día a conocerla y patear conmigo esos sitios que no salen en la tele, pero que dan un sabor único y singular a la llamada Gran Manzana. Espero que sea pronto.

Un abrazo fuerte,

I.