martes, 12 de julio de 2011

GARITOS MUSICALES


Querido A.:

Una de las expresiones más oídas por estos pagos es que tal o cual sitio es “el mejor de la ciudad”. Ejemplos: “ponen las mejores hamburguesas de Nueva York”, “es el garito más cool de Manhattan”, “estuve en el mejor restaurante de la ciudad”. Y así sucesivamente. Al principio, me impresionaba eso de “lo mejor de Nueva York”, pensando que ya debía ser bueno un producto del que dijeran tal cosa. Luego, cuando me atrevía a probar esa hamburguesa, entrar en ese garito o cenar en ese restaurante, me fui dando cuenta de que tampoco era para tanto y que ni el continente ni el contenido eran el objeto de la crítica, sino que era el propio agente quien trataba de epatar. Con esta pizca de cinismo escéptico que van dando los años, ya no me afecta escuchar que fulanito estuvo, probó, fue invitado o pasó el día en lo mejor de Nueva York. Prefiero descubrirlo yo… y contártelo a ti.

Y te preguntarás que por qué te largo toda esta matraca, a estas alturas de película. Pues porque hoy te voy a hablar de “los mejores garitos con música de Nueva York”. Je.

Ya te conté que no puedo olvidar, todavía recién llegado, aquella mañana de agosto, sentado a la sombra generosa de uno de los 24.000 árboles de Central Park, con una banda tocando “dixie” sólo para mí. Naturalmente, les compré el disco que habían grabado artesanalmente (o no tanto, porque suena muy bien) y vendían en una caja de cartón. Me dije que no se podía estar más cerca del cielo y me sentí afortunado de vivir en una ciudad en la que se respira arte por los cuatro costados. Pensé que si en el parque encontraba gratis tanta calidad, pagando ya debía ser la bomba.

Efectivamente, lo es. No te puedes hacer una idea de la enormidad de la oferta musical de Manhattan (no me planteo investigar en otros barrios), en cantidad, calidad y, sobre todo, variedad. También te encuentras auténticas tomaduras de pelo, como cuando fui al “Blue Note”, que pasa por ser “el mejor club de jazz del mundo” (Nueva York se les debe quedar pequeño), y se subieron al escenario unos seres humanos vestidos con un camisón a cual más feo (los camisones… y los seres) y tocaron “algo” (me resisto a llamarlo música) que parecía una cañada real durante la trashumancia, de tanto cencerro que sonaba por ahí. Menos mal que, a la semana siguiente, me reconcilié con el “Blue Note” cuando fui a ver a Al Jarreau y a Youssou N’Dour el viernes pasado.

Aunque una iglesia no encaja en el concepto al uso de “garito”, la misa góspel es otro acontecimiento músico-vocal digno de ver. Una vez leí, a cuenta de Estados Unidos y el cine, que no es que los habitantes de este país copien lo que sale en las películas, no. Son las películas las que reflejan la vida y costumbres locales. Pues con la misa góspel pasa lo mismo: lo que sale en el cine no es una caricatura, es que son así. Ya sabes, un coro de mujeres negras cargadas de bisutería (y de kilos) y uniformadas de morado y amarillo; un oficiante que más parece Quincy Jones que un pastor de almas; y una asamblea de fieles más pendientes de la música que de la Palabra. Y eso cuando no entran en trance. Una cosa sí es cierta: la calidad artística es excepcional, se notaba que le echan horas ensayando los números musicales. Las iglesias, casi todas baptistas, aceptan de buen grado a los turistas. No vayas a la “Abyssinian”, porque hasta ahí llegan auténticas romerías, con autobuses y todo. Las de West Harlem, más modestas y enxebres son la mejor opción.

“Prohibition” es otro lugar que me enganchó. He ido sólo dos o tres veces, pero siempre daba con bandas que tocaban funky, R & B y soul con una intensidad provocadora. Además de la música en sí, que ya lo es, lo más grande del garito es que el público se apiña en el escaso metro y medio que hay entre el escenario y la barra, casi tocando los instrumentos de los músicos… o las piernas de la cantante, que de todo hay. Fue en “Prohibition” donde encontré sentido a aquella letra de Miguel Ríos en su “Rock de una noche de verano” que decía algo así como “hermanados y felices compartiendo el sudor”. Vaya tropa.
 
¿Y qué me dices del “Guantamera”, donde todos los martes, miércoles y jueves toca el más grande bongosero que oír se pueda?  Aquí me ves con él en la foto, con el gran Pedrito Martínez, antiguo componente de Yerbabuena, que lo mismo toca un son montuno, un guaguancó o una versión del “Corazón partío”. Y todo con la misma fuerza.

Pasa lo de siempre: es tanta la oferta que es inevitable dejarse cosas en el tintero. Pero no quiero dejar de mencionarte la iniciativa del ayuntamiento de fomentar la música en el metro, eligiendo, eso sí, a los mejores. Claro, con tanto arte, “los que tocan la guitarra en el metro”, que en España tiene cierta carga peyorativa, son unos auténticos genios. Siempre que entro al metro por la estación de Grand Central procuro quedarme unos minutines disfrutando gratis total del sonido perfecto de grandes músicos, la mayoría latinos. Algún disco les he comprado, ya lo compartiremos.

En resumen, aquí encuentras lo mejor de cada casa, de hoy, de ayer y de siempre, de cualquier estilo, tendencia y calidad. Y me encantaría que tú, profesional de la percusión, te vinieras a ver lo que yo veo y oír yo que yo oigo. A ver si es verdad y aterrizas aquí de una vez.

Un abrazo y hasta pronto,

I.


PS: a modo de anécdota, y para redondear la faena, te diré que también en el Macdonald's de 160 Broadway hay un pianista que anima el cotarro (o así). O tempora, o mores. Aquí están las pruebas:



martes, 10 de mayo de 2011


GENTES DE NUEVA YORK


Querido A.:

Si uno pregunta a alguien que viva en Nueva York o que acabe de regresar de un viaje más o menos largo a esta ciudad qué es lo que más le ha llamado la atención de ella, apuesto doble contra sencillo a que la mayoría de los preguntados contestará que la gente. O, más propiamente, las gentes, porque creo que esa amalgama inmensa, amorfa, variada, distinta y peculiar de seres humanos que pueblan Nueva York es una de sus principales atracciones. Es más, diría que el visitante de, digamos, Grand Central Station, además de las paredes y ornamentos de la propia estación, lo que quiere es ver gente. Gentes.

Desde que llegué a Nueva York hace nueve meses (¡nueve meses ya!), no he parado de observar al personal, como diría el castizo. Cuando, por la calle, en el autobús o en el metro veo a un tipo característico, me pregunto qué será de su vida: dónde vivirá, qué pensará, qué hará su familia, cómo llegará desde su hogar hasta esa esquina en la que me encuentro. Fíjate, el otro día asistí a una tertulia en la que el invitado era Guillermo Fesser, ya sabes, uno de los componentes de “Gomaespuma” (hay que joderse, tener que venir a Nueva York para conocer al tipo, cuando, ya hace añazos, intenté entrar a la emisora donde hacían el programa no menos de media docena de veces). Bueno, pues Fesser dijo algo absolutamente cierto: Nueva York es como el bar de “La guerra de las galaxias”, siempre encuentras a alguien más raro que tú.

Aquí te encuentras tal variedad de ganado que es imposible sistematizar. No obstante, sin ánimo de ser exhaustivo, porque es imposible encasillar a todas las gentes de Nueva York, y sin querer elaborar estudio sociológico alguno, voy a ver si soy capaz de agrupar la distinta fauna y flora que vive por aquí:

·      El indostánico: aquí incluyo al indio, al paquistaní, al bangladeshí, al de Sri Lanka, al nepalí y otras hierbas. No me preguntes por qué, pero no me he subido a un taxi que no estuviera conducido por uno de éstos, alguno incluso con el clásico pagri, ya sabes, ese turbante dentro del cual dicen que se enrollan el pelo. Y como te digo una cosa, te digo la otra: los restaurantes indios valen mucho la pena.

·      El hispano: qué quieres que te diga, si son como hermanos y en España podemos completar enciclopedias sobre su idiosincrasia. Los hispanos de aquí, a los que también llaman latinos, son igual que los que han emigrado a España: se dejan la piel trabajando por cuatro perras, son educados y serviciales y hablan como si tradujeran directamente del inglés. Y no sabes la cantidad de hispanos que hay en Nueva York, hay que tener mucho cuidado con lo que se dice…

·      El oriental: el único calificativo que se me ocurre para que puedas visualizar esta clase de gente es que son como salen en las películas. No tienen ni idea de inglés, viven en ghettos, se dedican a la compra-venta de objetos de dudosa procedencia, preparan el sushi que se vende en los supermercados como si fueran personajes exóticos y, sí, te venden relojes y bolsos falsos en Chinatown (remember?).

·      El raro: aquí sí que es imposible generalizar. Hay raros de todo tipo, valga la redundancia, desde el señor perfectamente trajeado que, parado delante de un puticlub, pide muy educadamente cinco dólares (¡?) a los viandantes, hasta un negro vestido a la moda “New romantic”, ya sabes, como el cantante de Spandau Ballet, con sus faldas de tabla hasta los tobillos, algo que no veía desde los primeros 80. El otro día, salió en la tele que un mendigo de Ohio resultó ser Ted Williams, un locutor de radio con una voz única, de mucho éxito hace unos años y que acabó dándose al alcohol y las drogas (ahora le han ofrecido un pastizal en contratos como “speaker” de equipos de baloncesto). Lo puedes ver aquí:


·      Los perros: ya, ya sé que un perro no es “gente”, en sentido estricto, pero, créeme, cuando veas los perros de Manhattan, entenderás por qué los incluyo aquí. He visto perros palleiriños, perdón, chuchos (el perro palleiro de toda la vida es ahora raza autóctona gallega y no es muy, digamos, correcto meterse con ellos, hay que joderse otra vez) vestidos como para ir a la ópera. Hay también perros de pura raza que salen peinados todos los días como si fueran a un concurso y hasta se mueven con más distinción. En invierno, todos los miembros de todas las clases sociales caninas van con abriguito, que puede ser un simple arrullo sobre el lomo, un jersey con cuatro mangas (o así) para las patas o incluso un gorrillo con agujeros y tela para las orejas. Y las garras tapaditas con botines. Como lo lees. Tenemos, además, al paseador de perros, que cobra una pasta dependiendo del número de paseos semanales y de si lo pasea solo o con otros (perros). Lo que me llama poderosamente la atención es que, por muchos animales que lleve uno de estos paseadores, nunca se pelean entre sí. Increíble. Debe ser la educación refinada de Manhattan…

·      El pijo neoyorquino, tipo “Sexo en Nueva York”: no te creas que hay tantos, si descontamos los que te acabo de citar (menos los perros, claro). Están encantados de haberse conocido, no hay quien les entienda al hablar, piden los taxis mientras teclean en la blackberry, las chicas van con unos zapatos imposibles (además de espantosos) y los chicos llevan unas corbatas que, en fin, ya que estamos, ni Ted Williams himself. En el fondo, tengo la impresión de que son un pelín vulgares y que el guionista de “Sexo…” copió del original.

Por supuesto que me dejo muchas gentes en el tintero: el negro rapero, el italo-americano de las pizzas o los contratos de recogida de basura de New Jersey, el eslavo (todos trabajan para empresas inmobiliarias), el árabe (que los hay, aunque ahora anden escondidos), el judío, el turistón (j.der, qué plaga, no vengas en Navidad), el diplomático, el expatriado que trabaja en Naciones Unidas y tantos otros. Cuando te dejes caer por aquí, ya me contarás. Pero léete antes estas líneas otra vez, para traer los deberes hechos.

Un abrazo y hasta pronto, espero,

I.

martes, 1 de febrero de 2011

LA NEVADA

Querido A.:

El otro día me estuve acordando de nuestra conversación sobre la riqueza y variedad de los contrastes que tiene Estados Unidos. Nueva York no va a ser menos, aun admitiendo que es la menos americana de todas las ciudades del país (como reconocen los propios gringos). Ya te iré contando casos particulares, pero hoy me quiero referir al clima que se vive en esta ciudad, y de las reacciones de la gente (y las autoridades) cuando vienen mal dadas.

Como sabes, el clima en Estados Unidos está condicionado por la llamada “corriente en chorro” (jet stream), que cruza el país de oeste a este (eso es, de izquierda a derecha), pero no en línea recta, sino formando un seno hacia el sur en el interior del país, como si fuera una lágrima que cuelga del centro de Canadá. Al norte de la “corriente en chorro” hace un frío que pela y al sur las temperaturas son más templadas. Bueno, pues la corriente deja a Nueva York bien al sur en verano, con temperaturas casi tropicales, y al norte en invierno, a merced de los vientos polares del noroeste.

Una vez dicho esto, te aseguro también que el clima de Nueva York es una montaña rusa. Llevo poco tiempo aquí, pero no recuerdo haber vivido dos días seguidos en que pudiera pensar “carajo, qué bien se está”. Lo normal es buscar algún tipo de alivio, ya sea un aire acondicionado, una calefacción, un paraguas o un simple sombrajo. O hace mucho calor o te pelas de frío o te lleva el viento o te consume la humedad. Eso si pensamos en el día a día, pero si miramos el calendario en conjunto ya es el acabose. En agosto o en septiembre uno suda a modo sólo con estar de pie a la sombra, y en diciembre o en enero esto parece una tundra de cemento y hormigón. El otro día dijeron en la tele que la cantidad de nieve caída en enero es la mayor registrada en toda la historia. Para que luego digan del cambio climático.

Sin embargo, la primera gran nevada del invierno no cayó en enero, sino el 26 de diciembre, domingo. Recuerdo que ese día salí a comprar pan y periódico a eso de las diez y todavía no había empezado. Vi un par de máquinas quitanieves y pensé que podía estar tranquilo, que por mucho que nevara, el lunes todo estaría en orden. Iluso. A las once ya caía con ganas y así estuvo todo el día y toda la noche. Cuando vi el calibre y la saña de los copos, decidí que me iba a quedar en casa, viendo todos los partidos de fútbol americano con una buena provisión de cervezas y panchitos.

Al día siguiente, lunes, la imagen de Nueva York era como la de cualquier pueblecito alpino que sale en la publicidad de las agencias de viajes para escapadas de fin de semana. Porque, además, brillaba el sol, aunque no calentara nada, que este sol invernal parece de atrezzo. Cayeron unos treinta centímetros en las avenidas, que ya son unos cuantos, pero las esquinas de los edificios y los coches propiciaron la formación de ventisqueros y acumulaciones de nieve de hasta un metro. Y vino el caos.

Resulta que esas dos máquinas quitanieves que te conté debieron ser las únicas que salieron ese día. En las avenidas, que van de norte a sur (sí, de arriba abajo) y tienen unos cuatro o cinco carriles cada una, sólo se podía circular, en el mejor de los casos, en tres, habilitados sólo por el paso de los coches y autobuses. Te adjunto una foto de la Tercera avenida a eso de las once y media de la mañana del lunes. Las calles, que van de este a oeste (ya te he explicado antes lo que quiere decir eso), estaban todas bloqueadas por los depósitos de nieve. A pesar de todo, los propietarios de los coches intentaban sacar sus vehículos de los garajes y aparcamientos de las aceras. Cuando, después de no más de cinco metros, ya no podían avanzar más, los dejaban abandonados hasta que alguien limpiara la calle o los remolcara. Más de la mitad de las calles estaban, sencillamente, bloqueadas.

A todo esto, ciertos prebostes municipales (el alcalde, como casi todo el mundo, estaba de vacaciones) salieron en la tele diciendo que la gente se quedara en sus casas, con lo que se creó otro círculo vicioso: los servicios básicos no podían funcionar porque no había manera de que los trabajadores llegaran a sus puestos de trabajo. Los trenes que vienen de zonas residenciales no circulaban, el metro no funcionaba a pleno rendimiento porque no había conductores, no todos los autobuses contaban con cadenas, los taxis no admitían viajeros, las tiendas, oficinas, bares y restaurantes estaban cerrados porque los dependientes, empleados y camareros no pudieron llegar a sus puestos de trabajo. Como te decía antes, Nueva York parecía un pueblecito de montaña… fuera de temporada. No había nadie.

Y luego está lo de las aceras. Aunque no te lo creas, las aceras son propiedad de los propios edificios y son sus dueños quienes tienen la responsabilidad de limpiarlas, incluida la nieve. Pero cuando éstos conseguían abrir un paso hasta la calzada, venían los quitanieves empujando la nieve y volvían a tapar lo que ya estaba abierto.

Todo esto me hace pensar, como hablábamos al principio, en los profundos contrastes de este país. Resulta que la primera ciudad del mundo no puede hacer frente a una nevada grande, sí, pero que se repite cada año. Da la impresión de que pilló a las autoridades desprevenidas, a pesar de haber sido prevista y anunciada. Ha habido protestas de asociaciones y ciudadanos, pero en nada comparables a las que hemos vivido en España (¿te acuerdas?). Lo peor: un señor mayor y un recién nacido murieron porque las ambulancias no pudieron llegar a las casas donde vivían para llevarlos al hospital.

En otra ocasión te contaré otros contrastes más sangrantes, que ya te puedes ir imaginando. Hasta entonces, te mando un abrazo muy fuerte. Abrígate,

I.

sábado, 22 de enero de 2011



VUELTA DE VACACIONES



Querido A.:

Acabo de llegar a casa después de unas cortas, pero intensas, vacaciones en Madrid. Te agradezco sinceramente que me hubieras ido a buscar a Barajas, madrugón incluido. Me ahorraste un calvario de equilibrios con el equipaje que llevaba, más parecido al baúl de la Piquer que al de un joven viajero del siglo XXI (o así).

Digo que acabo de llegar a casa y digo bien. Mi casa está en Nueva York y Nueva York es mi casa. Como sabes, yo me siento de donde trabajo. Dirás que es muy fácil sentirse neoyorquino, que si no podría haber elegido otra ciudad más, digamos, normal, pero te recuerdo que también adoptaba la misma actitud cuando vivía en otros sitios: en Figueras, incluso con la barrera del idioma, me sentía ampurdanés (hasta me eché una novia local…) y “huesqueta” cuando vivía en Huesca. No sé si podría decirte lo mismo de Kabul, porque las circunstancias no eran las mismas y tampoco era cuestión de disfrazarse de muyahideen, con el shalwar kameez, el pañuelo y el gorrillo panshiri. Pero intentaba mezclarme con la gente y ver el mundo con los mismos ojos que ellos.

Nueva York, como te digo, no es una excepción. No te voy a negar que, para el recién llegado, esta es una ciudad hostil. Nada es fácil aquí. Cada uno mira (más) por su propio interés y no existen almas cándidas dispuestas a echar una mano samaritana a quien da los primeros pasos en la capital del mundo. Y a mí me pasó lo que a muchos: sin conocer a nadie, sin nadie que se ofreciera de guía (y no turístico, precisamente), el legionario concepto de “buscarse la vida” tomó un sentido que ya tenía casi olvidado (y digo “casi” porque funcionó, y vaya si funcionó). Es divertido hacer las cosas por uno mismo, sin esperar ni contar con la ayuda de nadie, pero también es cruel. De súbito, a estas alturas de película, uno descubre virtudes y miserias que creía ya no iban a aflorar jamás o que estaban enterradas para siempre: el instinto de supervivencia, la intransigencia del cascarrabias, la tozudez, el empeño, la voluntad, la paciencia, la mala uva, la ironía y el sarcasmo, la pasión y la medida...

Un buen día, caí en la cuenta de que mi vida aquí ya estaba en marcha: mi casa, mis muebles, mi tarjeta de crédito, los primeros amigos, la primera ronda de golf. Decidí que ya era el momento de trazar el siguiente círculo concéntrico y ampliar horizontes. Seguía sin esperar nada de nadie, pero me sentía autosuficiente y, de nuevo, seguro de mí mismo, con ganas de comerle la merienda al primero que se descuidara. Y pensé que ya era hora de ser uno más de ellos, de sentirme neoyorquino.

Lo primero que hice fue hacerme socio del Metropolitan Museum of Art, el Met. Sólo el Prado y el Louvre son comparables con el Met y, aun así, hay quien los pone por detrás. Como sabes, el precio de la entrada es la castiza, aquí también, voluntad. Ser socio ofrece la posibilidad de participar en muchísimas actividades y, como lo llaman ellos, “eventos”. Te confieso que aprovecho mi cuota mucho menos de lo que debiera, pero todo se andará.

Luego comencé a hacer un estudio de dónde se servían los mejores “brunch”, ya sabes, ese desayuno tardío o comida temprana que se toma por aquí los sábados, domingos y fiestas de guardar. Todavía me faltan muchos sitios que probar, pero no puedo resistirme a repetir en el “BB King” los sábados: los músicos del musical de Broadway “Rain”, sobre la vida de los Beatles, tocan en directo las mismas canciones que en el propio escenario. No, no he ido al “Balthazar” ni al “Pastis”, que sólo son famosos porque salen en “Sexo en Nueva York”, pero tendré que ir, ¡qué remedio!

Me convencí también de que vender el coche antes de venir fue la mejor decisión que pude haber tomado. En Nueva York no hace falta coche, es más, diría que está contraindicado. El transporte público es eficiente, seguro y rápido… menos si te subes a un taxi. Los taxis, a diferencia del metro y el autobús, son sucios y malolientes y una carrera es como formar parte del reparto de extras de cualquier película de Indiana Jones. No obstante, me he sacado el carnet de conducir, por si acaso. También me podía haber sacado el carnet de no conductor, que se saca la gente que no conduce para tener una identificación (ya sabes que aquí no hay nada que se parezca al DNI y toda identificación se hace con el carnet de conducir), pero no me resultaba muy práctico, la verdad.

Hice de Central Park mi lugar fetiche. El parque (como le llaman aquí) es espectacular, como uno de esos cromos de los años cuarenta, coloreados artesanalmente. La intensidad de los matices, la profundidad de los olores, el sol radiante y amable... No olvidaré nunca el primer domingo que pasé allí, a la sombra de un arce, dormitando mientras escuchaba a una banda amateur tocando “dixie” sólo para mí. Ciertamente, me sentía muy cerca del cielo.

Por supuesto, me falta mucho para ser un neoyorquino de verdad. Es más, creo que no llegaré nunca a serlo. No conozco sus códigos de conducta, tengo dificultades para entender el acento local, el béisbol me aburre y me resisto a comprar en los “delis”, esos colmados regentados por indios (de la India y de América). Pero poco a poco, día a día, sin prisa pero con ansia, voy conociendo algo nuevo. Es la magia de esta ciudad: nunca repite, siempre hay algo distinto que descubrir. Me apetece que vengas algún día a conocerla y patear conmigo esos sitios que no salen en la tele, pero que dan un sabor único y singular a la llamada Gran Manzana. Espero que sea pronto.

Un abrazo fuerte,

I.